A veces, la vida nos sacude. Nos empuja, nos exige, nos desordena. Hay momentos en los que sentimos que todo lo que habíamos construido comienza a tambalearse, y con ello, también nos tambaleamos nosotras mismas, nosotros mismos. Fue justo en uno de esos momentos, en medio del caos y la confusión, que encontré el yoga. O quizás, el yoga me encontró a mí.

Mi acercamiento al yoga no fue planificado ni consciente. No fue una decisión pensada ni un objetivo claro. Llegó más bien como un susurro, como una invitación suave en medio del ruido. Recuerdo que fue mi pareja quien tomó una clase de yoga en el lugar donde estudiaba. Después, su mamá —mi suegra— nos llevó a un centro en Santiago donde ella había comenzado a practicar. Al principio, fui por acompañar. No sabía bien de qué se trataba ni lo que iba a encontrar, pero algo me quedó resonando. Algo se movió por dentro. Tanto fue así que, aunque ellos no continuaron con la práctica, yo sí lo hice. Sin saberlo, había comenzado un camino que cambiaría mi vida.

En ese momento, estaba en la universidad, transitando un periodo muy complejo de mi vida. Tuve pérdidas importantes de seres queridos, comencé a vivir crisis de pánico y angustia, y mis vínculos personales también estaban atravesando cambios profundos. Sentía que ya no encajaba en la carrera que había elegido, que los espacios donde antes me sentía segura ya no me contenían, y que incluso mi propia identidad comenzaba a desdibujarse. ¿Quién era? ¿Qué quería hacer con mi vida? ¿Qué sentido tenía todo esto?

El yoga se volvió un lugar donde podía simplemente respirar. Donde podía, por fin, soltar el deber ser, las exigencias, las respuestas que no tenía. En cada práctica, encontraba un espacio de silencio que no hallaba en ninguna otra parte. En el mat no necesitaba ser fuerte, ni feliz, ni productiva. Podía simplemente estar, con todo lo que era: con mi tristeza, con mi ansiedad, con mi cansancio. Y ahí, en ese permiso para sentir, algo empezó a sanar.

Recuerdo noches de insomnio, días en los que me costaba salir de la cama, momentos en los que sentía que el mundo era demasiado. Pero también recuerdo la sensación de volver al cuerpo, de anclarme en la respiración, de sentir que por un instante, todo estaba bien. Que en medio del desorden, existía un refugio. Ese refugio era la práctica.

A medida que el yoga se volvía parte de mi vida, también comenzaron a surgir preguntas más grandes: ¿Y si dejo la carrera? ¿Qué hago ahora? ¿Qué va a pensar mi familia? ¿Y si me equivoco? ¿Qué será de mí si salgo de este camino que ya estaba trazado?

Fueron largas conversaciones conmigo misma, con mi pareja, con mi familia. Conversaciones difíciles, pero necesarias. Lo que más agradezco de ese tiempo fue no haber sido juzgada. Me escucharon, me acompañaron, me ofrecieron presencia y comprensión. Y fue ahí, en ese espacio seguro de escucha y contención, donde comencé a preguntarme sinceramente: ¿Qué es lo que realmente quiero hacer? ¿Qué me apasiona? ¿Qué me hace bien?

La respuesta apareció con claridad: quería enseñar yoga. Quería compartir eso que me había sostenido en los momentos más oscuros. Quería ofrecer a otras personas lo mismo que el yoga me había dado a mí: un espacio de regreso al ser.

Sabía que para hacerlo necesitaba formarme, aprender con responsabilidad y profundidad. Así que comencé a buscar un lugar donde pudiera formarme como profesora. El camino no fue lineal ni fácil, pero fue profundamente transformador. Y en medio de ese proceso, un profesor me dijo algo que quedó grabado en mí y que, hasta el día de hoy, me acompaña:

“Uno no llega al yoga porque está completamente bien. Llegamos buscando algo. Y ese algo, cada uno y cada una lo irá encontrando en su práctica.”

Esa frase me abrazó. Me hizo sentir que no estaba sola, que era válido buscar, que estaba bien no tenerlo todo claro. Porque sí, llegamos al yoga con nuestras heridas, nuestras preguntas, nuestras contradicciones. Pero llegamos. Y es en esa llegada, en ese habitar la práctica con honestidad, donde comenzamos a transformarnos.

Hoy sigo eligiendo este camino, no solo como práctica física o profesional, sino como una forma de habitar la vida. El yoga me enseñó a estar presente, a escucharme, a quedarme conmigo incluso cuando todo tiembla. Me recordó que siempre puedo volver a mí. Que incluso en la tormenta, hay un lugar sereno adentro. Un refugio. Un hogar.

Y es ese refugio el que, desde el corazón, hoy quiero compartir.