El poder de sentirnos parte

Durante mucho tiempo pensé que el yoga era un camino individual. Un espacio sagrado para el encuentro con una misma, donde se cerraban los ojos y se apagaban los ruidos externos para escuchar lo que pasaba adentro. Y sí, lo sigue siendo. Pero con el tiempo, con las experiencias compartidas, con los abrazos después de una clase, con las risas y los silencios sostenidos en comunidad, me fui dando cuenta de que el yoga también puede (y necesita) ser un camino colectivo.

Confieso que nunca me fue fácil sentirme parte. Desde pequeña me costaba encontrar ese lugar donde pudiera simplemente ser sin esforzarme tanto por encajar. Y quizás por eso, en mis primeros pasos en la práctica, me refugiaba en la idea de que el yoga era algo íntimo, personal, casi solitario. Sin embargo, la vida —y el mat— me fueron mostrando otra cosa. Porque algo mágico ocurre cuando un grupo de personas decide compartir ese mismo espacio, en ese mismo momento, con una intención común: ya sea escucharse, habitarse, respirar más profundo. Algo se enciende. Algo se une. Cuando decidí estudiar yoga, fue una de esas veces que lo experimenté y sentí con mas intensidad. Junto a mis compañeras y compañeros, formamos un grupo que no solo compartía yoga en el salón, sino que también compartimos vivencias, gustos, alegrías y dolores. Al pasar el tiempo, y a medida que fui dando mis propias clases, empecé a ver y sentir que eso se repetía, pero desde la otra vereda, ahora siendo espectadora. En las clases pasaba algo más. Comencé a observar a mis estudiantes, que volvían semana tras semana, que empezaban a reconocerse entre ellos, que se saludaban con cariño, que se preguntaban cómo estaban. Ya no era solo una clase de yoga. Era un lugar de encuentro. Y eso se volvió aún más evidente en uno de mis proyectos más queridos: Psicoyoga. Un espacio que nació del deseo de unir el trabajo emocional con el cuerpo, y que hoy es mucho más que una propuesta mensual. Es una cita esperada por quienes participan, un momento para compartir desde lo genuino, desde lo humano. Mes a mes, las mismas personas —y también nuevas— llegan, se saludan con afecto, se reconocen, se acompañan. Se ha creado algo muy especial: un tejido de vínculos que se entrelazan con la práctica, con las palabras, con las miradas. He visto cómo allí se han formado amistades verdaderas, cómo hay quien espera ese día para sentirse acompañado, para recordar que no está solo. He sentido en mi propio cuerpo esa energía cálida de pertenecer, de saber que algo nos une aunque vengamos de caminos distintos. Y eso, para mí, es una de las formas más hermosas de sanar: en tribu. Practicar yoga en tribu no significa dejar de mirar hacia adentro. Al contrario. Es abrir los ojos y el corazón para darnos cuenta de que el otro también está ahí, sintiendo, atravesando, buscando. Es comprender que la transformación individual también puede ser colectiva, que podemos sostenernos unos a otros, que la respiración de una puede ser el ancla de otra.

No estamos solos. Nunca lo estamos. Y cuando lo olvidamos, basta con llegar a ese lugar donde sabemos que vamos a ser bien recibidos. Donde alguien ya extendió su mat al lado del nuestro. Donde las historias se cruzan y el alma se siente en casa.

Eso, para mí, es practicar en tribu. Y eso me recuerda cada día, por qué elegí este camino, y por qué lo sigo eligiendo.

¡Gracias por leerme!

Me gustaría leerte también! Si puedes y quieres, cuéntame si has vivido alguna experiencia en tribu :)

¡Con cariño, hasta la próxima!